Sintiendo la muerte sobre mi nuca, 
sin decidir nada, inmóvil, 
espectador de lo que sucede como por arte de magia, 
inevitablemente.
Tan solo, siempre, que me dolía.
Me asomé a la ventana para ver si pasaba la vida.
Duré poco. 
Volví. 
Y de la pantalla salieron dos manos verdes 
que estrujaron mi cabeza con fuerza
y de la explosión brotaron estrellas; cometas; constelaciones enteras.
Y sobre las estrellas coloqué un trapo negro 
para que todo permaneciese oscuro y la gente no viniera.

Mi universo se limitó a existir. 
Permaneció silencioso
tarareando para sí una canción tristísima y,
al terminar, 
decidió que jamás conjugaría para que el tiempo no transcurriera
y prohibió contar y la lógica quedó, también, marginada
y los números huyeron de pavor
así que todo permaneció.

Mi cabeza se recompuso
cuando las manos verdes dejaron de apretar 
pero entonces ya estaba hueca, 
como la montaña que padece una mina en sus entrañas,
y yo ya no distinguía la noche del día,
el silencio del ruido,
la angustia de la melancolía.

Me volví a plantear
que las palabras tristes no pueden ser comprendidas por quienes permanecen alegres.

Apareció frente a mí un monstruo con babas colgando:
era una persona llena de halagos.
Le dije que se fuera, que me dejara. Yo no le he invitado. Odio todo lo vertebrado.
Yo le grité desde mi abismo: 
en contra picado, 
mis ojos batiéndose con los suyos en un duelo desigual
pues los míos eran de carne
y los suyos de metal.




Legi
015