Me siento hoy como una lombriz de tierra sepultada bajo mil de planchas de metal frío. Van depositándose, una tras otra, enterrándome más y más: son los días al pasar.

Antes me alimentaba de la tierra pero ahora el óxido del metal la envenena. La herrumbre lo invade todo y la boca me sabe a sangre. 
Tampoco me dejan ver la luz del sol, por eso mi vida es una condena subterránea.
Mi piel de lombriz, que es una frágil mucosa lacrimógena, se llena de yagas al más leve contacto con las planchas de metal. 

Por suerte aún me queda la música y el personaje de alguna novela que consigue rasgar mis entrañas.

¡Apartad vuestra mirada! No quiero que me veáis así, revolviéndome como un pez recién pescado en penosas sacudidas. 

La vida dura un segundo y sólo los idiotas se aferran.
Mi vida es un estanque de aguas paradas, podridas y verdosas, sobre las que reposa, a medio hundir, el cadáver de algún insecto en compañía de un nenúfar con olor a muerto.

Mi tiempo ha pasado y a mí me hubiera gustado construir castillos.




Legi
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