Cuando, por fin, me estaba quedando dormido comencé a notar cómo algo se movía alrededor de mi cuello. Era mi almohada que se convertía en serpiente.
Yo no podía moverme, no se si a causa del miedo o de ese sopor que precede al sueño y que invade el cuerpo impidiendo que los músculos y la mente reaccionen a tiempo. 
Lo cierto es que ese tacto viscoso de las escamas al resbalar no dejaba lugar a dudas. Mi almohada era un reptil que había cobrado vida para devorarme poco a poco.
Ví cómo su extremo se alzaba en el aire y se iba inflando. 
De la tela blanca comenzó a surgir una espantosa cabeza ovalada con dos ojos afilados y encendidos como antorchas. La cremallera era la boca, burlona y malvada. De ella brotaron dos colmillos de marfil repletos de saliva venenosa. 
La cara de la serpiente me miraba fijamente con sus ojos clavados en los míos, que estaban tan llenos de pavor que ni parpadeaban. 
Poco a poco se iba acercando con lentos movimientos de serpiente acorralando. Mientras tanto yo permanecía quieto, a su merced, estrangulado por la tripa que pronto me digeriría, viendo esa asquerosa boca salivar, como una gruta sin fondo, húmeda y mohosa. 
¡Qué asco su lengua! ...Un trozo de lija puntiagudo y rojo.
Pobre de mí...
No me dio tiempo a seguir pensando en el calvario que supone ser tragado vivo, pues la serpiente lanzó un mordisco que se llevó mi cabeza...   ...Y así, pude ver el infierno por dentro.
No había fuego ni azufre ni calderos hirviendo. Lo que vi en el infierno era una réplica exacta de la vida. Todos los días igual. La condena de un tedio clonado, prolongado para siempre.
Me vi envejeciendo entre gente extraña que me sonreía. Ahí, callado, sin hablar, condenado. Dejándome la vida en cosas que ni siquiera me apetecía tener. 
Lo peor del infierno es que no era un lugar de fábula, sino otro que ya conocía de sobra porque llevaba viviendo en él toda mi vida sin darme cuenta. ¡Era peor de lo que había imaginado! 
Comencé a llorar mientras la serpiente seguía masticando. Hacía el mismo ruido al masticar que el segundero de un reloj. 
Yo deseaba ver tripas y sangre, sombras alargadas, paredes oscuras... En lugar de eso aparecían ante mí las mimas calles, las mismas aceras, la misma gente de mármol, el mismo cielo abalanzándoseme...
Cuando la serpiente terminó de tragar mi cabeza lanzó un eructo que me despertó. Coincidió que eran las ocho de la mañana. 
Amanecí decapitado, sin almohada, sin amigos, sin tiempo... Peor aún, amanecí sin miedo al infierno.




Legi
015