Me siento como una isla.


El mar agitado son los hombres en lucha.
Intentan ganar terreno. Más y más, a cualquier costa, como siempre. 
Tal ansia hace que la marea suba, pero ese empeño acaba por ceder ante la pasividad y la sed de la arena que se bebe todo el agua. Y, así, la marea acaba bajando.

En medio de la isla hay un árbol cuyo fruto muere podre en el suelo sin una sola mosca que se frote las patitas en su jugo porque soy una isla desierta.

No hay insectos ni cangrejos ni pájaros revoloteando en mi isla. Tan sólo un leve vestigio de vida vegetal y otro, aún más leve, por fantástico que resulte, mineral.
No se oye sonido alguno durante el día. Sin embargo, al caer la noche, todo son ruidos. Tal vez sea el viento colándose entre las ramas del árbol o el agónico lamento de las olas maltrechas al abandonar mi playa.
No hay nada al rededor de mi isla. Sólo agua y vacío.
Todo es muy aburrido pero no me apetece irme porque me gusta que no haya nada. De no ser así me levantaría y echaría a andar pues, pese a ser una isla, tengo dos fuertes piernas de magma que flotan sobre el mar.

Paso mis días solo. Contemplando. En silencio. Imaginando, a veces una visita, otras veces una huida. Y mientras, los hombres, erre que erre con su forcejeo.

No figuro en ningún mapa porque soy una isla demasiado pequeña, o demasiado remota, o tal vez pertenezca al período prehistórico de un planeta desconocido o, pese a estar en la tierra, me encuentre en una época pasada o en un futuro donde los puntos cardinales han dejado de existir.


Tengo hambre. Tengo frío. Tengo miedo.
Tengo todo lo que una isla puede tener.





Legi
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